Toynbee, Arnold J. Guerra y civilización. Alianza Editorial. Madrid, 1976.
Arnold Jospeh Toynbee
(Londres, 1889-York, 1975), es considerado uno de los filósofos de la historia
más influyentes del siglo XX, cuya trayectoria transcurrió durante el llamado período
de entreguerras.
En 1911 se licenció en Clásicas por la Universidad de
Oxford, obteniendo ocho años más tarde una plaza de profesor asociado en el Departamento de estudios griegos y
bizantinos de la vecina Universidad de Londres.
Reconocido erudito de la historia, lo cierto es que destacó también en otros campos, como la diplomacia,
siendo uno de los legados de la comitiva británica en el Tratado de Versalles
de 1919. Así mismo, en el año de 1924, asumió la dirección del Instituto
de Relaciones Internacionales de Londres y también, de la Escuela de Economía
de Londres. Desde 1937 y hasta el final de sus días fue un miembro distinguido
de la Real Academia británica.
Su obra aborda diversos campos.
Uno primero, que se debe a su formación como
historiador de la Antigüedad, con títulos como Civilización y carácter
griego (1925) o la Civilización helénica (1959). Un segundo, espiritual y religioso, por el que
fue profundamente criticado[1]
y en el que se incluyen obras diversas como
El Cristianismo entre las religiones del mundo (1958) o Cambios y
costumbres (1962). Y uno tercero en el ámbito de la filosofía de la
historia, que fue el que mayor fama le granjeó, con libros como Las
nacionalidades y la guerra (1915), La civilización a prueba (1948) o
El mundo y el Occidente (1952).
Guerra y civilización se encuentra en ésta última faceta del autor y llegó
a España una veintena de años después de su publicación original. Entre sus
páginas se configura la que fuera la principal tesis de su carrera: la teoría
de la historia cíclica de las civilizaciones.
El londinense se obsesionó
con el estudio de las civilizaciones, de las que creía el fundamento básico de
las sociedades humanas[2]. Entendió que el éxito o fracaso de una
civilización dependía estrictamente de
la capacidad creativa de su población para sobreponerse a un reto social o
natural. De esta manera, cuando las
repuestas no estaban a la altura, la precipitación al abismo del conjunto era
irrevocable.
Lo que no gustó ni un ápice
a sus coetáneos fue su crítica feroz hacía los nacionalismos, a los que
consideraba un invento de los burgueses para coartar la población. Una
coacción, que en muchos casos, como evidenció con la historia, era buscada por
la propia élite gobernante, que prefería conservar el poder en el hundimiento en
vez de perderlo o compartirlo en el progreso.
A continuación, algunas de
las consideraciones más interesantes del autor sobre Guerra y civilización:
El
militarismo
Toynbee se jacta de las
virtudes militares. Loadas tan sólo por aquellos que no se han visto jamás
involucrados en la guerra. Considera que
el militarismo no es más que una concreción de ese patriotismo aburguesado y de
oropel[3].
El
estado militarista
Todas las potencias
militares, por fuertes que sean, están destinadas a perecer por su propia
naturaleza depredadora, que les incita a agotar todos sus recursos en campañas económicamente
desastrosas y políticamente carentes de interés.
La
aflicción de Nínive: Carlomagno y Tamerlán
Dos paradigmas de reyes
crueles y sanguinarios, que forjaron dos modelos de imperio con suerte bien
distinta; pues el primero sobrevivió al óbito de su fundador mientras que el
segundo se deshizo como un castillo de naipes. La diferencia se halla en que el Imperio carolingio se unificó bajo un valor
cohesionador, el cristianismo, mientras que el segundo se trató sólo de sangre
y vísceras.
La
embriaguez de la victoria
Constata como los mayores
poderes de la Historia se vieron
precipitados al abismo cuando se hallaban en su zénit. Tal es el caso de
Esparta, Asiria, España o más
recientemente el Imperio británico.
David
contra Goliath
La idolatría de uno mismo y
el menosprecio del rival provocan inevitablemente la catástrofe. Entre varios
ejemplos, destaca la derrota de los macedonios contra los romanos en
Cinocéfalos (197) y Pidna (168) o éstos contra los godos en Adrianópolis (378).
El
fracaso del Redentor
Los poderes que se erigen manu militari acaban
pereciendo también por la espada.
[1] Toynbee estaba firmemente convencido
de que la religión debía de ser el elemento cohesionador de las civilizaciones.
El cristianismo, asumía, era aquello que podía salvar literalmente a Occidente
de su caída.
[2] Elevándola sobre otros artificios
como la nación o la raza.
[3] Desde luego la historia le da la
razón, porque en muy contadas ocasiones los poderosos han tomado las armas. Más
bien han ocupado un lugar en la
trastienda mientras mandaban a los desposeídos a morir por la patria.
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