El poder abasí llegó a su apogeo. Harún (Aaron el Justo, Califa de Bagdad en el 786 dC.) atacó repetidamente Asia Menor, pero siempre, al parecer, en respuesta de alguna agresión del Imperio Bizantino. Después de una de éstas agresiones, Harún escribió una famosa y breve réplica al emperador bizantino: “He recibido tu carta hijo de un infiel, y no oirás mi respuesta, la verás”. (El Cercano Oriente, Isaac Asimov).


domingo, noviembre 11, 2012

Enrique V y la campaña de Agincourt


Amanece un 25 de octubre de 1415; dos ejércitos se desafian una vez más sobre un campo de batalla de la Normandía francesa. Superados en número por correlación de uno a cinco, los hijos de Inglaterra se resignan a lo que parece una muerte segura. Están agotados y famélicos. Sólo les quedaba el consuelo postrero de saber que morirán como verdaderos cristianos en pos de una causa justa, defendiendo la legitimidad de los derechos sobre el trono de Francia de su joven y aguerrido rey, Enrique V de Lancaster. 

La semilla del conflicto 

Las raíces de la lucha entre franceses e ingleses en esta guerra se remontan al año 1066, cuando Guillermo el Bastardo, vasallo del  rey de Francia, conquistó Inglaterra. La anexión del país provocó una situación paradójica. El Duque normando, a pesar de su condición de súbdito, poseía más títulos, más tierras y más hombres armados que su señor. Un conflicto que no fue resuelto en las generaciones venideras, más se vio agravado cuando los angevinos heredaron los dominios de la lejana Albión.

La Casa de Anjou la componía la dinastía de los Plantagenet, cuyos máximos exponentes fueron Leonor de Aquitania y su hijo predilecto Ricardo Corazón de León. El nombre de la familia deriva del primero de los duques aquitanos llamado Guillermo, un ostentoso galán que tenía por costumbre adornar su sombrero con una rama de arbusto llamada “genet” en francés, y que en español se conoce por acerbo. Desde ese momento, el noble y sus sucesores fueron conocidos como los Plantagenet y el acerbo se incorporó a su heráldica.

Tierra de juglares y trovadores por excelencia, en Aquitania floreció el ideal del amor cortés a la par que lo hacía el código de la caballería. Los territorios angevinos se extendieron por Inglaterra, País de Gales y la franja occidental de Francia, los ducados y condados de Normandía, Maine, Bretaña, Anjou y Aquitania. Lo cierto es que fue un imperio tan poderoso como efímero, pues acabó cediendo ante el empuje arrollador de los reyes de Francia que buscaban recuperar los antiguos dominios carolingios.

Francia inició una ofensiva que se saldó con un rotundo éxito, y se rubricó con el Tratado de París de 1259; en el cuál Enrique III Plantagenet, a la sazón rey de Inglaterra, se vio obligado a ceder más de 2/3 partes de sus posesiones sobre el Contintente, aquellas mismas por las que Ricardo Corazón de León había batido el cobre medio siglo atrás. En adelante la monarquía inglesa vio cercenada cualquier posibilidad de romper los vínculos de vasallaje, porque de hacerlo  comportaría el desalojo inmediato de la Gascuña y de las cinco plazas que poseían al sur de Aquitania. 

Francia humilló a Inglaterra, y el caos se abatió sobre esta última, que incapaz de llevar una política exterior fuerte en el Continente, miró para sus adentros, tratando de expandirse por las Islas Británicas. Eduardo I y luego el segundo tomaron al pie de la letra el viejo proverbio inglés: “Si pretendes Francia conquistar, primero por Escocia has de empezar” y se abatieron sobre su vecina del norte. Desafortunadamente para ellos, allí les esperaban los indómitos hombres de Wallace y Roberto el Bruce, quienes les acabaron fagocitando sin piedad.

En el año 1329 murió Carlos IV de Francia y con él se extinguió la dinastía de los Capetos. El rey de Inglaterra Eduardo III Plantegenet, hijo de Isabel de Francia, se creyó con legitimidad para reclamar el sillón regio, pues era el pariente vivo más cercano del difunto Carlos. La nobleza francesa era demasiado arrogante cómo para permitir una injerencia extranjera en su reino y apeló al principio de Faramond: In terra salicam mulieres ne succedant por el cuál se impedía la sucesión de cualquier mujer ó descendiente de ésta, en el trono Francia. En su lugar encumbraron a uno de los suyos llamado Felipe de Valois, cuya primera actuación fue toda una declaración de intenciones. Desposeyó a la corona inglesa de su dominio sobre el Agenaís; le sancionó con el pago de 60.000 libras y por si fuera poco, convocó a Eduardo a renovar sus votos de vasallaje.

Los heraldos de las distintas cortes europeas presagiaban lo que iba a ser una declaración de guerra inminente por parte de Eduardo III. Ningún soberano aceptaría una humillación semejante pero haciendo de tripas corazón el monarca inglés, bueno el no, si no un vasallo suyo, acudió a la corte de Felipe de Valois a rendir homenaje en los años 29 y 31 de dicho siglo.

Pero el rencor y el odio hacía el Valois se adueñó de la mente del Plantagenet, avivándose como el fuego el ansía por recuperar las antiguas posesiones familiares. Necesitaba ganar tiempo para que se cumplieran dos hechos: el primero e indispensable, la formación de una fuerza expedicionaria lo suficientemente potente; el segundo, la espera de una ocasión propicia, un litigio que evidenciara a ojos de la Cristiandad, la oscura cara de Felipe.

Y finalmente el ansiado momento llegó en el año de 1337, cuando un asunto local adquirió trascendencia internacional. El Conde de Artois, un pequeño vasallo de Felipe, murió dejando su heredad a su primogénito, el joven Roberto. Hasta aquí todo normal, pero la hermana del difunto, llamada Mahaut reclamó el gobierno de las tierras y acudió a Felipe para que intercediera en su favor. Las hijas de Mahaut estaban desposadas con los infantes franceses, y tarde o pronto el Agenaís se incorporaría al patrimonio real. La Ley Sálica que a Felipe le valió el trono, era ahora omitida por sus intereses familiares. 

Los caballeros de Felipe y de Mahaut se abalanzaron sobre Roberto quién no tenía poder para enfrentarse a semejante fuerza. El joven acudió a Inglaterra para entrevistarse con el rey Eduardo y en su desdicha halló la oportunidad para hacer valer sus derechos. Eduardo III reclamó el trono de Francia. 

Estallaba de esta manera la Guerra de los Cien Años, que realmente duró 116, concretamente hasta 1453. La táctica de los ingleses consistió en socavar la autoridad militar francesa, mediante la acción incesante cabalgadas sobre el territorio. Demostrarles a los franceses como su rey, el Valois, era incapaz de protegerles, y precipitar con ello el desapego por la causa realista. Aquitania, Armañac o Borgoña fueron algunas de las facciones que sucumbieron a esta estratagema. Los franceses, a la defensiva, desarrollaron una táctica de tierra quemada, evitando el enfrentamiento directo, pretendiendo así hastiar la moral del enemigo para hacerle desistir de sus empresas.

Las acciones de guerra abarcaron la totalidad de Francia, e incluso, llegaron a combatir también en el mar, dónde el poderío inglés prevaleció sobre el adversario. Estos dos colosos, se afanaron también por obtener el apoyo de las distintas facciones europeas. Mesnadas de flamencos, borgoñones, normandos e hispánicos acudieron a la llamada del botín y de la gloria, dando ocasión propicia para que allí se forjaran guerreros legendarios como el Príncipe Negro, Bertrand du Guesclin, Juana de Arco o el propio Enrique V de Lancaster, protagonista indiscutible de la épica campaña de Agincourt.

Enrique V de Lancaster

Enrique nació en una fría noche de septiembre de 1387, en el Castillo de Monmouth, siendo el segundo hijo varón del duque de Lancaster y conde de Richmond. Enrique Bolingbroke, su padre, era por aquél entonces un díscolo servidor del rey de Inglaterra. De él, se decía en los mentideros, que anhelaba ceñir algún día la corona a su cabeza. Lo cierto es que la latente desconfianza, hizo que el infante Enrique, a los cuatro o cinco años de edad y de acuerdo a las costumbres de la época, fuera enviado a la Corte del Rey en calidad de rehén amistoso dónde creció y se educó bajo los ideales de la caballería.
Cuando apenas contaba con doce años de edad, la proyección de Enrique era incuestionable. Se pasaba el día entrenando, golpeando a peleles y entregado a las cacerías, así que el rey Ricardo II, reparó en él, lo armó caballero y se lo llevó a combatir contra los irlandeses, que andaban levantiscos a finales del siglo XIV.
Y mientras el hijo combatía junto al Rey, el padre de la criatura Enrique Bolingbroke conspiraba para adueñarse del trono. Conjurado con las principales casas nobiliarias organizó el año de 1.400 un golpe de estado que depuso al último Plantagenet de Inglaterra. 


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Anónimo, The royal collection; 1520.
Retrato atribuido a Enrique V.


El nuevo siglo traía una nueva dinastía para el reino. Bolingbroke fue proclamado Enrique IV de Lancaster, y desde el primer momento, dio muestras de ser mayor tirano que su antecesor. Sus pretensiones centralistas provocaron la ira de aquellos mismos que le habían encumbrado, de modo que los Percys[1], la familia rival más poderosa se declaró en rebeldía. Rebelión que fue aprovechada por los galeses, quienes al mando de un noble guerrero llamado Owen Glyndwr, se sublevaron en pos de la independencia de su país.
Fue a Enrique el Mozo, quién su señor y padre le encomendó la tarea de sofocar a unos y a otros. Trabajo arduo y sangriento, pues los galeses rehuyeron el combate directo, conocedores de su inferioridad numérica. Éstos se organizaron en pequeñas cuadrillas y hostigaron día y noche a las partidas del príncipe. Los cronistas reales nos relatan como la propia vida del infante inglés fue puesta en peligro en decenas de ocasiones. 

La más grave de todas ellas tuvo lugar durante la batalla de Sherbury, librada el 21 de Julio de 1403 contra los Percys y sus partidarios. En dicho enfrentamiento, Enrique, comandando el ala izquierda del ejército recibió la orden de atacar una posición enemiga que se hallaba guarecida en lo alto de una colina por los arqueros de Chesire, distinguidos por su letal habilidad en el manejo del arma. Durante la embestida una lluvia de flechas segó la vida de la mayoría de los hombres que acompañaron a Enrique en aquella osadía, e incluso un dardo se incrustó en su propia cara, dejándole una horrorosa  cicatriz de por vida que le granjeó el sobrenombre de Scarface, Enrique el de la Cara Cortada.

Pero el joven paladín sobrevivió a aquél y otros lances, que de buen grado, contaremos en otro momento. De ellos podemos decir que salió fortalecido como un gran comandante. Pues adquirió dotes de liderazgo; de despliegue táctico y de estrategia. Cuentan los exegetas que el pronunciamiento de su nombre entre sus coetáneos inspiraba una sola palabra: guerra.

                               
La declaración de guerra

Cuando murió su progenitor en 1413, Enrique V de Lancaster heredó un reino asolado por la guerra y necesitado de un reajuste político. Tras una generosa amnistía aglutinó a  sus belicosos súbditos para un nuevo fin: volcarse en los asuntos del Continente, dónde las batallas contra los franceses se venían saldando con desventura para su nación. 

Las habilidades logísticas de Enrique afloraron desde el primer momento; pues sabedor de la dificultad de la empresa, no reparó en gastos ni en medios para dotarse de los hombres más talentosos. Entre la clerecía, destacaron dos prohombres. El obispo Beaufort, su tío, quién le prestó el dinero necesario para levantar un el Ejército así cómo el obispo de Norwich, quién se encargó tanto la diplomacia como del círculo de espías, cuya importancia iba a ser decisiva durante la campaña. 

Entre los seglares, acudieron a formar bajo el estandarte del Rey los Condes de Dorset y Arundel, quienes reunieron la flota y contrataron a los marineros de la expedición. También lo hicieron los hermanos de Enrique, los Duques de Gloucester y de Clarence; su tío el Duque de York, y los Condes de Suffolk, de Cambridge, de Oxford y de March. 

Para julio de 1415 los preparativos habían finalizado y más de trescientos buques fondeaban en el puerto de Southampton. La flota albergaba 2.500 hombres de armas, 8 mil arqueros, 200 artilleros con sus máquinas de asedio, 1.000 ayudantes de personal no combatiente y 10.000 monturas. Al frente de todos ellos el Trinidad Real, una fortaleza flotante de 500 toneladas, dónde el Rey erigió su Consejo de Guerra.  Allí reunidos en torno su camarote, Enrique impuso su voluntad al resto de próceres. No desembarcarían en Calais[2], sino que darían un golpe de fuerza en el principal puerto norteño del enemigo. Tomarían  Harfleur o perecerían en el intento.   

El sitio de Harfleur

La travesía del Canal de la Mancha duró apenas dos noches, ya que ante una armada de tal magnitud, los franceses no osaron oponer resistencia. Al llegar a su destino, los ingleses toparon con una ciudad sólidamente fortificada, protegida con veintiséis torres y tres grandes portones. El camino hacía las torres era inaccesible, ya que en un alarde defensivo, los franceses habían roto las esclusas y el agua cubría el fosado impidiendo la acometida de los ingleses por tierra. En cuanto a las puertas de la ciudad, dos de ellas estaban también anegadas por el agua, sólo la del suroeste era susceptible de ser atacada. Y allí, en aquella posición se parapetó la guarnición urbana, una centena de hombres armados, dirigidos por Jean de Estuteville.

Los ingleses situaron sus campamentos al este y noreste; comandado el primero por el Duque de Clarence y el segundo por el propio Enrique. El monarca aisló a la ciudad del exterior bloqueando la puerta principal, posicionando sus espingardas hacía dicha lugar. Sin embargo, los sitiados se defendieron bien, y en una ocasión, llegaron a abrir una brecha por la que acudieron en tropel 300 hombres de armas provenientes de los pueblos aledaños.

Los defensores pretendían aguantar la posición hasta que el ejército Real viniera a socorrerlos. Pero los días transcurrieron y con ellos, cualquier posibilidad de que acudiera nadie al rescate. El Rey de Francia languidecía indeciso. Quien sí hizo acto de presencia, fue la disentería; traída en volandas por la hambruna, la suciedad y el agua estancada. 

En el bando inglés cayeron muchos acaecidos de éste mal que no hacía distinciones de rango, llevándose la vida de los Condes de Suffolk, de March y del propio Obispo de Norwich. Los ingleses persistieron en el hostigamiento al enemigo y en un osado ataque, un caballero llamado John Holland capturó el bastión principal del recinto amurallado.

Los valientes defensores de Harfleur se percataron al instante de la peligrosa situación en que se hallaban. Desde la nueva posición los ingleses podían bombardear a despecho el interior de la ciudad, por lo que apostaron por alcanzar una salida diplomática. Lord de Gaucort encabezó la embajada de paz. Su propuesta, entregar la plaza si a la semana los refuerzos del Rey francés no asomaban por el horizonte. 

Enrique V, que ante todo era un caballero, aceptó de buena gana la demanda de Garcourt, aunque la noticia no fue tan bien recibida por sus hombres, que tras cinco semanas de asedio esperaban desquitarse de las penalidades sufridas con el saqueo de la ciudad. 

El asedio de Harfleur supuso un gran coste para el ejército inglés, que sufrió el alto número de 4.000 bajas. La mitad cayeron en combate y la otra mitad, incapacitada por la afección, puso rumbo a Inglaterra.

El cuerpo expedicionario quedó aún más reducido, cuando para asegurar su retaguardia Enrique tuvo que dejar una fuerte guarnición de 500 hombres de armas y 1.000 arqueros. Conquistar el trono de Francia con una fuerza de 1.000 infantes y 5.000 arqueros era todo un desafío. 

La marcha a través del Somme

Con semejante tropa, el Consejo de Guerra inglés instó a su rey a posponer su lucha hasta el verano siguiente, para cuando dispondrían de refuerzos traídos de las Islas. Pero Enrique V se mostró decidido, había que llegar a Calais para protegerse allí del invierno. En un gesto resuelto liberó a De Gaucort y al resto de los supervivientes de Harfleur sin pedir rescate por ellos bastándose con el juramento  de que transmitiría un mensaje al Delfín. Emplazaba al príncipe a librar un juicio de Dios. Un duelo singular entre caballeros que evitara mayor número de pérdidas humanas para sendos contingentes. Una lucha a vida o muerte que no sucedería jamás pues el infante francés se negó a recoger el guante lanzado por Enrique. Un acto cobarde del que muchos franceses tomarían nota: nuestro príncipe rehúye el combate. 

El mayor impedimento para llegar a Calais consistía en el vadeo del Somme, rio cuya profundidad y extensión suponía un grave apuro logístico ya que el cruce era solo viable en la desembocadura del mismo. Hacia el 14 de octubre llegaron a la ciudad que se consideraba llave del río, Abbeville, pero para su desdicha los franceses se le habían adelantado, y un ejército de 6.000 hombres al mando del Condestable de Francia, Charles d´Albret, aguardaban en el puente.

La única alternativa posible para Enrique consistia en marchar hacia el sudeste y bordear la cabeza del río, que según sus espías se hallaba a unos cien kilómetros de su posición. Se iniciaba así un fatigoso y lento camino para las tropas del rey Enrique, que enfermas y hambrientas, se vieron también hostigadas desde su llegada a Abbeville. Aparte de las fuerzas del Condestable d´Albret que les perseguía desde la orilla opuesta, un poderoso contingente de 50.000 hombres, al mando del Mariscal Jean le Maingre[3] les acechaba a pocos días de camino. Sobre el mapa el objetivo de los franceses se revelaba acertado, reducir los movimientos del enemigo hasta que éste se viera copados por dos ejércitos.

Cuentan que la pericia de Enrique afloró una vez más para salvar a sus hombres del desastre al que se abocaban, pues sin un mendrugo de pan que llevarse a la boca, sea apeaba de su condición regia y negociaba él mismo con los gobernantes de las villas que encontraba a su paso. Les pedía provisiones a cambio de no alterar sus propiedades. Algo inusual en aquella guerra, donde campos eran arrasados al paso de la tropa. Hasta tal punto llegó la desenvoltura del Rey en éstos menesteres que en una ocasión rechazó varios toneles de vino, pues este se percató de que el caldo en los hambrientos estómagos de sus soldados rompería la férrea disciplina que necesitaban para salir con vida de aquella ratonera.

Fue en los alrededores de Boves, cuando Enrique V recibió una información que iba a ser vital en las jornadas inmediatas. Sus espías hallaron a dos días de camino un  vado por donde la anchura del Somme se estrechaba hasta dos centenares de metros y en donde el caudal cubría sólo hasta la cintura. La fortuna sonreía a Enrique V quién sin vacilación se dirigió a su Consejo de Guerra, ordenando emprender la marcha. En medio de aquel ajetreo, mandó a sus arqueros que incorporaran a su equipo de combate estacas de dos metros de largo.

Hacía el 19 de octubre llegaron a la cabeza del rio. Sir John Cornwall y sir Gilbert Umfraville, lideraron la vanguardia que estableció la cabeza de puente en la orilla opuesta. Fue un momento de máxima tensión. Enrique dirigió en persona el paso del cuerpo principal, arengando y reprimiendo a los soldados más temerosos.

Un ataque francés en éste momento hubiera sido letal, pero no sucedió así, ya que los altivos Duques de Borbón y de Orleáns, cuestionaron las órdenes de su superior el Condestable d´Albret, a quién no consideraban digno de mando, por no ser un Par de Francia, como lo eran ellos. Por su parte Jean Le Maingre se había retrasado varios días perdiendo ya el ritmo frenético de los primeros compases. El gran número elevado de tropa fue su principal debilidad, pues en la región escaseaba alimento y alojamiento. La nefasta percepción logística salvó a los ingleses de acabar siendo engullidos por el Somme.

Sin embargo, tomaron buena nota, y dividieron su ejército en tres columnas para dotarle mayor movilidad. Los franceses conocían el territorio mejor que el enemigo, y no encontraban resistencia en las ciudades por dónde pasaban lo que querían lo cogían en el Nombre del Rey. Con esa ventaja, fueron capaces de recuperar el tiempo atrasado,  hasta el punto que en los días siguientes, lograron situarse a menos de un kilómetro del enemigo. 

La batalla de Agincourt

El cerco al inglés fue estrechándose a medida que transcurrían las horas, llegando a su consecución en el anochecer del 24 de octubre. Mientras Enrique V contemplaba con preocupación cómo quedaban copados, sus  hombres permanecían inquietos, forcejeando entre ellos por ser el primero en confesarse a sus capellanes, convencidos como estaban que era el día postrero. El Consejo de Guerra consideró la posibilidad de sacrificar a una parte de la tropa, que quedaría a merced del enemigo, dando el tiempo suficiente para que escapasen el monarca y sus más allegados. Pero el Rey, que ante todo era un hombre valiente, desechó tales planes y decidió quedarse a combatir junto a sus hombres, compartiendo así su mismo destino.  

En un gesto de nobleza, un heraldo francés llegó a la tienda de Enrique para transmitir una oferta de paz. El alto mando galo se contentaba con la devolución de Harfleur y con el rechazo de sus pretensiones sobre el trono de Francia. La altivez de Enrique V impidió aceptar semejantes postulados. Caballeresco eso sí, realizó una contraoferta: renunciaría al trono si Carlos VI le entregaba a su hija en mano con una dote de 300.000 coronas, todo el Condado del Ponthieu, la Guyena y las cinco ciudades más pobladas de Normandía. El rechazo francés fue rotundo. 

Los primeros rayos del Alba resplandecían sobre las cotas y las armaduras  de los soldados. Había cesado la lluvia del día anterior. Los dos ejércitos se posicionaron en formación y se desplegaron en el campo de batalla: un claro forestal que los habitantes locales recientemente habían acondicionado para su uso agrícola. Naturalmente, los franceses, dueños de la situación, se habían posicionado en el sitio más elevado.

El ejército francés, de 30.000 mil hombres, lo habían dividido en tres contingentes.  A la vanguardia marchaban el Condestable d´Albret y el Mariscal Le Maingre, formando entre ambos una fuerza de 8.000 hombres de armas, flanqueados por 2500 caballeros. El grueso del ejército lo comandaban los pares de Francia, los Duques de Alençon y de Bar, con 6.000 hombres de armas y 4.000 ballesteros. Y finalmente  la retaguardia, que a modo de refuerzo estaba compuesta, por un conjunto asimétrico de soldados de caballería y hombres de armas cuyo número oscilaba entre los 8.000 y 10.000. 

Los invasores, con escasos 6.000 hombres, habían optado por ofrecer una única línea de defensa. No tenían margen para maniobrar, la fuerza enemiga era abrumadoramente superior. Enrique se quedó en el centro con sus 1.000 hombres de armas, mientras que los arqueros, en una fuerza pareja de 2.500 cubrieron los flancos. Lord de Canoys dirigía el izquierdo y el Duque de York el derecho.

En el ejército inglés flaqueaba el ardor guerrero mientras  escuchaban las provocaciones y los improperios de los franceses, cuando apareció la majestuosa figura de Enrique V montando sobre su corcel de guerra, enarbolando los estandartes del Rey, la Cruz de San Jorge y la de San Eduardo. Cabalgando frente a la tropa, el Rey arengó a sus hombres con un discurso que aún sería recordado con celo patriótico en los siglos venideros. 
 
Apeló a la madre patria y a la causa justa por la que luchaban. Les recordó que su nación había derrotado ya en numerosas ocasiones a los caballeros franceses; y que si se mantenían firmes a su lado nada tenían que temer.  Si morían, serían demasiado pocos para que fueran echados en falta en su tierra natal, pero si por el contrario salían vencedores de la mañana de San Crispín, su gesta y sus nombres serían recordados por todos bardos y poetas durante generaciones.

Envalentonado ante el griterío ensordecedor de sus hombres, que lo aclamaban, el Rey descabalgó y azotó su montura. Enrique V iba a combatir a pie cercenando toda posibilidad de escapatoria si las cosas se torcían. La moral de la tropa inglesa se incrementó como nunca antes lo había estado, y para asombro de los franceses, por primera vez desde Harfleur demostraron un deseo enorme de combatir. En un acto uniforme de desafío, los arqueros comenzaron a levantar los dedos índice y corazón, pues la costumbre de la guerra, imponía a los arqueros vencidos la amputación de sus falanges para que nunca más volvieran a emplear su mortífera arma. «Venid gabachos y cortarnos los dedos». 

La línea inglesa avanzaba ante la mirada de los atónitos caballeros, que en un mundo del revés, no entendían como esos desarrapados iban a emprender una carga contra los vigorosos jinetes de Francia. Los caballeros se prepararon para cargar, y sólo en el último momento el Mariscal Bocicault les frenó «Que avancen los ballesteros».

A menos de 300 metros los ingleses dieron el alto en el camino, y desde aquella posición comenzaron a lanzar sus mortíferos proyectiles. Los ballesteros franceses que les había esperado a merced, sólo consiguieron lanzar una descarga, pues aterrorizados por los estragos que el enemigo causaba entre sus filas huyeron al refugio de la retaguardia. Y es que la diferencia en la cadencia de tiro entre sendos artilleros era notable, mientras el longbow inglés ofrecía hasta 12 tiros por minuto, la ballesta tan sólo percutía tres lanzamientos[4]

Irritados por la cobardía de los ballesteros y ante la pasividad incomprendida de sus comandantes que aguardaban el avance inglés, un valiente caballero llamado Guillem de Savause se puso al frente de sus camaradas, y les arengó para que se dispusieran a acabar de una vez por todas con aquella farsa. Desde los flancos izquierdo y derecho, la caballería francesa inició el despliegue.

El miedo hizo mella entre las files de los ingleses, pero Enrique permaneció junto a sus hombres. Nublándoles el juicio con la promesa de grandes honores y la concesión riquezas.

Algo no sucedía según lo previsto.  Los caballeros franceses  tardaban más de la cuenta en llegar a su objetivo, a cada paso, las pezuñas de sus monturas se hundían varios centímetros más en el terreno. La distancia, el nerviosismo del momento y su naturaleza gallarda había impedido percatarse a los franceses de que las lluvias de los días anteriores habían convertido aquel sembrado en un barrizal, un terreno poco apropiado para una carga de caballería.  

Su línea de formación se estrechaba a cada metro que ganaban, y es que en el precipitado ataque los caballeros tampoco se habían percatado que la la frondosidad del bosque se incrementaban justo a mitad del recorrido. Los jinetes corrían demasiado prietos unos con otros, molestándose y perdiendo movilidad.

Pero lo peor estaba aún por llegar, cuando apenas se encontraban a veinte de metros de su objetivo, la caballería francesa se horrorizó ante la visión que ofrecía el enemigo. Las estacas que había mandado incorporar el rey Enrique a la altura de Boves, yacían ahora erguidas en lo que parecía un bosque de maderos afilados.

Gerry Embelton, English Longbowman (1330-1515); Osprey, 1995.


El choque fue brutal. Los caballeros franceses caían de sus monturas cuando colisionaban con la hilera de lanzas. Tras el impacto, Guillem de Sauvase se precipitó al suelo, rodando ante las líneas enemigas. Y cuando medio aturdido trató de incorporarse, un arquero inglés le agarró por el cuello y le cortó el gaznate. 

Cientos de ellos cayeron de igual manera en aquella embestida. Los caballos que sobrevivieron, con o sin jinete,  marcharon encabritados hacía la fuga, tan coléricos e indisciplinados que arrollaron a los franceses del primer contingente, que ahora sí, acudía a reforzar a los caballeros, en la creencia de que estos, fieles a su código no retrocederían jamás.

Contaron los supervivientes de aquellos 300 metros infernales, que avanzaron onerosamente con las cabezas agachadas por el miedo que les causaba las mortíferas flechas inglesas. De los 8.000 mil franceses que partieron, apenas la mitad llegó a su objetivo, el resto yacía moribundo sobre el campo de batalla.

Cuando llegaron los supervivientes, los arqueros ingleses se habían desprendido ya de sus arcos y les esperaban blandiendo sus hachas y espadas cortas. No eran diestros en el cuerpo a cuerpo, pero la extenuación de los franceses les facilitaba la tarea, puesto que a muchos de ellos les parecía un calvario el mantenerse en pie tras la sofocante marcha. Distinguiéndose en aquella melé, cayó el Duque de York, que según cuentan, murió asfixiado, bajo una montaña de cadáveres enemigos. 

Al mando de sus hombres Enrique V se batía cómo un verdadero demonio, cobrándose  la vida de sus enemigos por decenas. Las líneas francesas se reforzaron con el segundo contingente, comandado por los Duques de Alençon y de Bar. Su dimensión era de entre tres y cuatro mil hombres de armas, pues los ballesteros franceses se habían quedado guareciendo la tercera división, impedidos de asaetear un objetivo donde también se hallaban los suyos.

La lucha entre sendos ejércitos fue aún más sangrienta que la anterior, y el momento en que los ingleses sufrieron mayores pérdidas. Pero su determinación en el combate era absoluta. No había esperanzas de sobrevivir a la batalla. Se dispusieron a combatir hasta el último aliento. 

No lo hicieron así los franceses, quienes esperaban de los ingleses la misericordia a la que obligaban las leyes de la caballería. El mismo Duque de Alençon, cayó malherido ante los pies de Enrique V, rogando clemencia por su vida, pero su petición fue denegada. Embrutecido por el combate, el Rey le asestó un poderoso golpe de mandoble que le partió en dos pedazos.

Los franceses caían uno detrás de otro. Entre ellos el Condestable d´Albret que luchó como un bravo. Hacía las tres horas de iniciarse la batalla todo parecía decidido. El Mariscal Bocicault y los pocos que seguían en pie depusieron las armas; y pasaron a  convertirse en cautivos de los ingleses.

Sin embargo dos hechos inusitados precipitaron una serie de sucesos desafortunados. La tercera división francesa se movilizaba y del campamento del Rey de Inglaterra se vieron señales de humo, dando la sensación a Enrique de que el enemigo iba a rodearles. En un acto de supervivencia, para no verse impedido de movimiento, el Rey ordenó deshacerse de todos los cautivos. Un espectáculo horrible, al que se entregaron iracundos los arqueros ingleses. Sólo se respetó la vida a los Duques de Orleáns y de Borbón. El Mariscal Bocicault feneció de aquél modo tan miserable.

La suerte de la última carga francesa estaba ya echada. El ataque del tercer contingente resultó ser tan desastrosa como las anteriores, pues los Condes de Marle y Fauquemberg que la dirigían, apenas pudieron reunir a 600 de los10.000  hombres disponibles, el resto huía presa del pavor. 

Para mayor asombro, la retaguardia de Enrique no se vio alterada. No se trataba una ofensiva, sino una tropelía en toda regla perpetrada por los habitantes locales, Isembart de Agincourt y sus lacayos, que desconocedores de la suerte en la lucha se habían aventurado en el campamento inglés para saquear y rapiñar.

Las consecuencias de la batalla

De Enrique V se esperó que aprovechase la victoria para lanzarse sobre París, dónde le aguardaban el enajenado mental que fuera Carlos VI de Francia y su cobarde vástago el Delfín.  Pero las pérdidas humanas para Inglaterra a lo largo de la campaña  habían sido cuantiosas y su ejército aunque victorioso, no era operativo. Según estimaron los cronistas sólo volvieron al puerto de Southampton la mitad de los hombres que habían partido en aquél verano de 1415. 

El bando francés sufrió la pérdida de diez mil hombres, la mayoría caballeros, entre ellos algunos de los linajes más importantes del reino. 

Pero lo peor fueron las concesiones territoriales, aunque sólo se entregó la plaza de Harfleur, el valor exponencial de esta cesión era cuantioso, porque con ello Francia entregaba el completo dominio sobre el Canal de la Mancha a los ingleses para los próximos cien años.

El colapso que se sucedió en Francia fue enorme. Invadido por el inglés en el norte, el país se desgajó en su interior. La derrota hizo que aflorasen las viejas rencillas por ostentar el liderazgo del reino, los  Armañac y los Borgoña desafiaron una vez más a dinastía de los Valois, sumiendo el país en una nueva guerra civil.

Cinco años más tarde, en 1420 rodeado de enemigos la situación era ya insostenible para Carlos VI. Muerto el Delfín y el hermano que le precedía, el viejo Rey de Francia tuvo que aceptar el matrimonio entre su hija Catalina y Enrique V en el Tratado de Troyes de ese mismo año. De la unión nacería el heredero de los dos reinos. La victoria parecía ya completa para los Lancaster; sin embargo, el destino caprichoso apuntó por otros derroteros. Enrique V moriría de peste dos años más tarde, durante el asedio de Vicennes.

Agincourt supuso ante todo un hito moral en la dura Guerra de los Cien Años, que dotó a los ingleses de una aureola de invencibilidad incluso racial, de la qué los franceses fueron los principales instigadores, pues entendieron tarde y mal que su fracaso se debía al arcaico proceder guerrero de sus soldados, que se batían a la usanza de los torneos  y la caballería. De éste modo las victorias se sumarían solo para el lado anglosajón durante la siguiente década, precipitando a los franceses en un ciclo de desastres sin parangón. Se lamentaban los cronistas galos que sus mesnadas salían derrotadas a presentar batalla, angustiados, por la creencia de que Dios les había desamparado por completo.

Y así sucedería, hasta que una plebeya provinciana, que contestaba al nombre de Juana convenció a sus paisanos de que sus apariciones místicas eran certeras. El mismo Arcángel Miguel le encomendaba a coger la espada para echar a los ingleses del suelo patrio. Juana La Doncella infundió de coraje a su pueblo, abriéndose una nueva era en el conflicto de la Guerra de los Cien Años.


Bibliografía consultada:

-Asimov, Isaac. La formación de Francia. Alianza Editorial. Madrid, 2012.

-Bennet, Mathew. Agincourt 1.415. Ediciones el Prado. Madrid, 1995.

-Shakespeare, William. La vida de Enrique V. Espasa-Calpe. Madrid, 1969.


[1] Dos de cuyos miembros, Harry Hotspur y Tomás de Worcester, habían llegado a ser tutores de su propio hijo durante su estancia en la Corte.
[2] Cómo era previsible al ser el último bastión inglés en Francia.
[3] Un legendario caballero que había participado en la cruzada borgoñona de Nicopolis de 1.396.
[4] Aunque poderosas en los asedios, no eran armas eficaces para la lucha en el campo abierto.


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